Emigrar sin salir de casa, por Miguel Ángel Herencia

La primera vez que hice las maletas para buscar trabajo en otro país fue en 2005. Ya había estado antes en el extranjero, pero había sido por continuar mis estudios o por pasar una temporada con amigos fuera. Se podría decir que ésta era la primera vez que salía por no conseguir encontrar en mi tierra el trabajo que yo quería. Y es que el empleo para titulados universitarios ya escaseaba cuando todavía había crédito para fomentarlo.
Es curioso cómo lo que hacemos por buscar un cambio laboral conlleva inevitablemente una transformación en el terreno personal. Por conocer una ocupación en la que sentirme realizado, aprendí a buscar casa y trabajo en una ciudad desconocida, y a volver a emigrar cuando el sueldo no daba para un alquiler tan alto. Aprendí a observar la realidad de mi país desde fuera, sin sentirme parte de ella, sin buscar culpables, ni tampoco juzgarla. Y aprendí que es mucho más fácil, en sociedades como la nuestra, encontrar una mirada amiga en otro inmigrante que en alguien que no ha salido nunca de su casa.
Sin embargo, la mejor enseñanza que extraje de aquella experiencia, la que quizá buscaba sin ser consciente de ello, es que podemos hallar la felicidad en cualquier parte del mundo, porque la encontré a pesar de estar lejos de mi familia, los amigos, el clima y las costumbres junto a las que suelo reconocerla habitualmente. En aquel momento, en contacto con nuevos amigos de distintas nacionalidades, perdí para siempre el miedo a vivir lejos de mi tierra, y quedarme en ella se convirtió en una elección, y nunca más en una necesidad.
Cuando llegué a esta conclusión, tardé muy poco en entender que para saber cómo piensa un emigrante, en cierta manera, para sentirnos tan lejos de nuestra zona de confianza como para tener que desarrollar nuestras propias estrategias de adaptación y supervivencia, no es necesario hacer muchos kilómetros. Con que nos fuésemos a vivir al pueblo de al lado, ése en el que no conocemos a nadie, con la firme decisión de empezar una nueva vida allí, ya podríamos experimentar algo parecido al desarraigo. Una experiencia en la que, por otra parte, tendríamos una nueva oportunidad para decidir si seguimos con el mismo estilo de vida que hasta ahora o no.
Y es que, de alguna manera, ese bienestar que tanto anhelamos en la vida no lo proporciona ningún agente externo, aunque lo sintamos más a menudo cuando estamos con determinadas personas o en determinados espacios, sino que lo creamos nosotros mismos en esos momentos. Tan posible es encontrar la felicidad en el extranjero, como en el pueblo de al lado, como en el propio pueblo, aunque ninguna de las tres opciones por sí sola garantiza que seamos felices. Lo que sí ayuda a serlo es aprender a verse desde fuera hasta entender que sólo depende de uno mismo.
En los últimos años, nuestras decisiones cotidianas nos están atando tanto a vicios antiguos que empieza a ser necesaria una toma de conciencia colectiva que nos ayude a soltar lastre. Necesitamos iniciar un éxodo desde el propio complejo de culpa hacia el tomar las riendas de la situación. Una visión integradora, que muchas personas incorporarán cuando aprendan a verse desde fuera, sin juzgarse a sí mismas ni a nadie. Una sabiduría de emigrante, que quizá hayas adquirido simplemente leyendo este artículo, o al menos ése era mi propósito.

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