El coloquio de los perros, de Miguel de Cervantes

La próxima edición de Otoño 2014 de la revista El Ladrío, que edita la Asociación Cutural El Coloquio de los perros, será la que haga el número 50 de la misma. Todo un evento que merece un tratamiento especial y una celebración. Una de las formas en que se realizará esa conmemoración es a través de esta web, trayendo al recuerdo algunos de los números y artículos más destacados en estos años.
En esta ocasión, lo hacemos a través del primer artículo de nuestra primera revista, publicada en verano de 2002; un breve análisis y comentario sobre la novela ejemplar cervantina que nos da nombre, El coloquio de los perros, escrito por Pedro Ruiz Pérez, profesor del Departamento de Literatura Española de la Universidad de Córdoba.

El coloquio de los perros, por Pedro Ruiz Pérez
Cuando, cerrando el volumen de las Novelas Ejemplares (1613), aparece “El Coloquio de los Perros”, Cervantes ya ha comenzado a narrar la historia del hidalgo que perdió el juicio con la lectura de obras disparatadas. Por ello, gana en profundidad el reto de abordar y articular narrativamente una historia inverosímil: la conversación entre dos animales. Para lograrlo el autor del Quijote aplica los procedimientos narrativos ensayados en su novela, dirigidos todos ellos a ganarse la aceptación del lector y la suspensión de su juicio de falsedad. En primer lugar, inserta el coloquio como el relato de una experiencia nocturna de un delirante enfermo de fiebres. A continuación, al iniciarse el diálogo, atrapa al lector culto con el recuerdo de unos precedentes literarios, más allá de los contenidos en las fábulas clásicas de Fedro y Esopo, como eran los diálogos surgidos en España a mediados del siglo XVI y que actualizaban los modelos de Luciano a través del prestigio de Erasmo de Rotterdam. Era el caso, entre otros, del gallo parlante en El Crótalon o, incluso, el Lázaro de Tormes transformado en atún en la segunda parte de la obra. Los lectores menos avisados tenían también su llamada de atención respecto a un más conocido precedente, El asno de oro, de Apuleyo, y en sus páginas el más definitivo elemento de verosimilitud: la magia.
Pero todas estas tradiciones cultas, todos estos recursos tomados directamente del arsenal literario, no completarían el cuadro sin contar con una pieza clave, extraída en este caso del folklore popular, pues el componente mágico surge directamente del poder de las brujas de Montilla, la Camacha y la Montiela. De ésta última desciende uno de los interlocutores caninos, el narrador Berganza, y de las artes de las dos comadres procede la razón y el instrumento de su transformación en perro. El juego de Cervantes rebosa de su característica ironía, ya que al tratar de salvar una inverosimilitud, la capacidad de hablar de un perro, incurre en otra igualmente sorprendente y aún más comprometida desde el punto de vista de la ortodoxia contemporánea, el recurso a la magia. La única explicación plausible, más allá del juego literario de extremar la exigencia del lector, es la potencia de las leyendas en torno a las brujas montillanas, especialmente relevante en un período en que la Inquisición hizo menudear los procesos por este delito contra la religión.
De paso, Cervantes incluye otra etapa en el itinerario andaluz que Berganza reconstruye en su relato autobiográfico, al modo del pícaro literario. Como él, también la suya es una vida de errancia, de peregrinación por distintos amos. Al comienzo de su narración pensamos con Cipión, su oyente, que su vida comienza entre los matarifes de la sevillana Puerta de la Carne, pero, tras su paso por manos no menos indignas, como la de los pastores que saqueaban su rebaño, descubrimos que su origen se sitúa en las tierras montillanas y que en ellas tiene lugar su metamorfosis, una transformación en la que la naturaleza humana cede todos sus rasgos ante la animalidad, salvo la capacidad de hablar. Al menos, eso puede pensarse en una lectura superficial. Sin embargo, no hay discurso sin juicio, y éste no existe sin conciencia, y, frente a la galería de tipos humanos por la que discurre su vida canina, Cipión muestra que, como ya propusieron los filósofos cínicos, es entre los canes donde se ha refugiado el último resto de humanidad, entendiendo por tal la rectitud moral, la finura intelectual y la capacidad verbal de expresarla. Por ello, a la espera de que Cipión corresponda con el relato de su biografía, paralela o complementaria, podemos jugar a pensar que debemos a Montilla y a sus brujas la lucidez que, entre las manos cervantinas, convierte al perro Berganza en un referente ético y crítico ante el mundo que le rodea. Y el que nos rodea a sus lectores.

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