¿Cerveza o vino?

La próxima edición de Otoño 2014 de la revista El Ladrío, que edita la Asociación Cutural El Coloquio de los perros, será la que haga el número 50 de la misma. Todo un evento que merece un tratamiento especial y una celebración. Una de las formas en que se realizará esa conmemoración es a través de esta web, trayendo al recuerdo algunos de los números y artículos más destacados en estos años.
En esta ocasión, lo hacemos a través de Cipión y Berganza, los protagonistas de la novela ejemplar cervantina que da nombre a nuestra asociación, quienes, allá por Otoño 2008, opinaban sobre cuál de las dos bebidas milenarias que conforman nuestra cultura e historia tiene más bondades.

Cerveza, por Cipión
Amigo Berganza, aquí estoy frente al teclado tomando una cerveza bien fría mientras me viene a la cabeza todo lo bueno que esta ancestral bebida nos aporta.
Hace ya más de cinco mil años que fue descubierta allá por la antigua Mesopotamia, convertido hoy en lugar donde es posible que hasta puedas ir a la cárcel por consumirla. Se ve que algún agricultor pionero descubrió accidentalmente que, si se le mojaba el cereal, fermentaba. Que, curiosamente, si había poco agua y mucho cereal, le quedaba una pasta sólida, jugosa y nutritiva que al cocer le daba un rico manjar que dio en llamar pan. Pero que, si tenía mayor proporción de agua, lo que obtenía era más bien algo líquido, de sorprendente sabor agradable, que alimentaba y refrescaba a la vez, y que, al cabo de un rato bebiéndolo, hacía sentirse bieeeennn y algo mareado. Y lo llamó cerveza.
Curioso personaje este agricultor. Uno de los más interesantes de la historia de la humanidad, desde luego.
El invento fue rápidamente adoptado por innumerables civilizaciones, las mejores: babilonios, egipcios, romanos,... En la Edad Media, la sociedad laica y monacal la tomó como bebida principal y parte fundamental de su dieta. No en vano, en aquella época, el agua era transmisora de toda clase de enfermedades mientras que la cerveza, por las características de su elaboración, permitía la esterilización de todo tipo de microorganismos a la vez que proporcionaba los nutrientes que la mayor parte de la población, mísera y hambrienta, no podía obtener de otros alimentos solo al alcance de los señores feudales.
Fíjate, Berganza, si era importante la cerveza que se impusieron expresamente leyes para ella. De carácter sanitario, para regular aquello que se le añadía; y de carácter comercial a la vez, al disponer la producción de cebada como monopolio real. La más conocida de ellas, aún en vigor, la ley de pureza bávara, formulada en 1516.
Si su historia no te convence de las bondades de esta bebida, quizás te ayude conocer sus beneficios. Lógicos si consideramos sus ingredientes y su elaboración. Aunque cualquier cereal puede servir para hacer cerveza, el más habitual es la cebada, altamente nutritivo y alimenticio. Lo malteamos, lo mezclamos con agua, le damos calor a través de cocciones y le añadimos unos bichitos microscópicos, las levaduras, los verdaderos culpables de todo, que se encargan de fermentar el mosto y de convertir los azúcares en alcohol, y una planta, el lúpulo, para aromatizarla y darle sabor. ¿Se te ocurre algo más natural y biológico? Normal, por tanto, que su consumo moderado suponga la ingesta de gran número de nutrientes, prevenga enfermedades cardiovasculares, facilite la digestión, evite el estreñimiento, tenga efecto diurético, prevenga la osteoporosis, aumente el colesterol «bueno» o contribuya a una alimentación equilibrada.
Ya ves, Berganza, que mi afición por la cerveza no es algo tan trivial e insustancial. De todos modos, no quiero ser más papista que el papa y, en lugar de discutir contigo, prefiero seguir el ejemplo de nuestros amigos de «El coloquio de los perros». Al igual que ellos organizan una cata de cerveza y otra de vino, ¿por qué voy a tener yo que elegir entre una bebida o la otra? Mejor me quedo con las dos.

Vino, por Berganza
Querido Cipión, que te aproveche tu fría cerveza, que yo, en este otoño que se nos ha dejado caer encima ya, prefiero mi copita de vino, su color, su olor, su sabor...
¿Miles de años me dices? No sé los que tendrá el vino; pregúntale a Noé, sí, el del diluvio, que ya tenía viñas, lo fabricaba y bien que se lo bebía. Judíos, babilonios, sumerios, egipcios ya lo conocían; quizás tu agricultor cervecero hizo su descubrimiento después de varias copas de vino.
Me hablas también de Roma o de la Edad Media y los monjes. ¿Qué me cuentas, Cipión? Si griegos y romanos hasta tenían dioses específicos para el vino, ¡oh, salve, Baco y Dionisios! Y hasta el mismísimo Jesucristo brindó con él en la última cena y lo asoció de forma indisoluble a su sangre. Todo el Mediterráneo, cultura romana obliga, y toda la Europa cristiana, cuerpo y sangre de Cristo, cultivaban vides, producían y bebían vino, jugo divino que nos proporciona la Tierra.
Como bien sabes, Cipión, también el vino procede de la naturaleza sin más. Solo necesitamos uvas, ya está, y prensarlas. Luego vuelven a aparecer las famosas levaduras que transforman ese mosto, ese zumo de frutas, en la bebida de dioses que conocemos, haciendo algo tan aparentemente insignificante como cambiar azúcares por alcoholes. Por supuesto, algo tan sencillo y natural también se nota en sus bondades para la salud. Su consumo moderado disminuye el riesgo de enfermedades cardiovasculares y cancerígenas, arterioesclerosis, demencia senil y Alzheimer, ayuda a la digestión y al sueño, es antiestresante, antialérgico, antiviral o anticaries, y, querido compañero, retrasa el envejecimiento. Mírame a mí, con cuatro siglos a las espaldas qué bien me conservo.
Además de todo esto, Cipión, el vino y la cultura del vino siguen resistiendo, en pleno siglo XXI, a esa globalización que todo lo arrasa para hacerlo igual de plano y estándar, sin diferencias. En una sociedad global donde todo tiende a parecerse, cada zona vinícola mantiene aún sus características y peculiaridades propias, esas que las hacen singulares desde hace cientos de años. Cada vino tiene su aroma, su color, su sabor, su textura, su forma de elaborarlo, de beberlo o incluso de vivirlo y sentirlo.
A pesar de todo, coincido contigo y con nuestros socios perrunos. Aunque sienta esa debilidad y devoción por el zumo de la uva fermentado, también a mí me apetece en verano una cerveza bien fría. Por una vez, y sin que sirva de precedente, vamos a estar de acuerdo. ¿Vino o cerveza? ¿Cerveza o vino? Me quedo con los dos.

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