El sol, la cerveza muy fría bien tirada (con espumita), el Marca estudiado, las manadas de ñúes con toallas y sombrillas apostadas en las playas, la crema solar (¡coñazo de crema!), los libros, los libros aburridos (estupendos para dormir la siesta con “hilillobaba”), los libros que te atrapan y no te dejan soltarlos hasta que los terminas, el tour de Francia (éste si que es bueno para la siesta), la ensaladilla de gambas, las habas “enzapatás”, el tinto de verano (ponme otro), los hijos en modo “enjoy” (sin deberes, sin inglés, sin conservatorio...), los cielos con estrellas de la Garrotxa o de Cazorla, la cabaña junto al Puruvesi, el Lago di Garda desde Lazise, las sábanas tendidas en Cacela Velha, la playa de Saint Andrews, la playa de Fabrica (!Dios, el agua de la playa de Fabrica¡), los paseos en bici por los pinares, el cuerpo sano y fuerte de tu hijo buceando a cámara lenta en la piscina (como un astronauta que flotara ingrávido en líquido amniótico -pero con cloro-), los atracones de comer, las miradas furtivas tras las gafas de sol a la muchacha que hace topless junto a tu sombrilla, el chiringuito de los “cacharros”, Teresa saliendo del mar escurriéndose la cola, las lecturas pospuestas que volverás a posponer, las relecturas que ya no te saben igual, el alquitrán ardiendo en el horizonte, los cuerpos morenitos haciendo el amor con el balcón abierto al fresco de la noche (las pieles deslizando perfectas, las últimas gotas de ducha en la espalda), los apartamentos de dos habitaciones donde duermen veinte, Georgie Dann otra vez (¡qué pelucón!), el amor de verano de la adolescencia, la deliciosa ingenuidad de las fiestas de pueblo, la transparencia del “vinho” verde, el gazpacho fresquito, la dulzura del melón, el estallido en la boca del tomate con sabor a tomate, los andarines-autómatas de playa por la mañana, los andarines-autómatas de playa por la tarde, los veranos interminables de la infancia (con salamanquesas en las paredes encaladas, piscina pública, películas de Bruce Lee en el cine de verano y juegos hasta las tantas), el moco colgándote de la nariz cuando sales del agua que todos ven menos tú, el Grand Prix con su vaquilla “Pichichi”, el viaje en coche hasta Cabo Norte, hasta Erfoud, hasta las Islas Aran..., los kilométricos viajes en coche de juventud, la foto con amigos en la Martello Tower de Sandycove, el café con hielo, el abotargamiento después de la siesta de dos horas, la exposición de la carne, la falsa perfección de los pechos operados (inmóviles e inertes como las figuras brillantes de un museo de cera), la operación salida, la operación retorno, la operación bikini, la operación braga náutica (como la bikini pero con pluma), las letras chinas o Camarón tatuados en la piel del “cani”, el culturista de músculos deformes y bañador ínfimo pavoneándose por la orilla, los 1.500 azules del mar y el cielo desde la terraza, la avioneta-mosquito sobrevolando la costa con su pancarta-cola publicitaria (antes: ”Romerijo, el mejor marisco de la playa”; ahora: ”www.newscandalo.com, porque te lo mereces”), el tiempo sin calendario, el frenesí sonoro de las chicharras, el coro noctámbulo de grillos, la habilidad para escapar de las moscas, la desaparición de la humanidad en el marasmo de la siesta (salvo algún japonés “zumbao” con su cámara), los baños en pelotas en Cabo de Gata, en Bolonia, en la Flecha de El Rompido, el “reseteo” mental y vital de las vacaciones, las colinas de brezo en las Highlands, un buen revolcón con el Atlántico en forma de ola en toda la boca, el alivio de la ducha sobre las quemaduras de los hombros, la sangre al galope cuando sales de una poza helada, rebañar con pan la salsita que deja la sardina asada, los dos primeros vasos de agua que engulles cuando vuelves de correr, Manuel sentado alrededor de una hoguera pescando de madrugada con los amigos (la toalla sobre las piernas, los reflejos del fuego sobre la cara y la silueta recortada sobre una luna llena enorme de atrezo que han puesto para terminar de componer la imagen de la felicidad), el secarral abrasador desde la Cuesta del Espino, el Mundial, la Eurocopa o la Olimpiada, el cuaderno de viajes que escribiste aquellas vacaciones, la oscuridad de “uma bica” con su dosis exacta de cafeína, el placer de abrigarse con una mantita cuando duermes al raso hasta las claras del día, las zambullidas locas desde el pantalán en el mar turquesa de las Berlengas, la melosa embriaguez de la “amarguinha”, rodar como cochinillas por la Dune du Pilat, el charco en tu terraza del aire acondicionado del vecino, las inevitables conversaciones sobre el calor, bocadillos con Cine Exin en el camping Tau, la inexactitud de los termómetros callejeros (si estuvieran bien habríamos ardido ya hace tiempo), dormir la mona en tu regazo de madrugada tumbado en un banco de La Concha, pintas y cangrejos en el atardecer de Caernarfon, dos millones quinientas veinticuatro mil doscientas treinta y dos fotos que nunca ordenarás, las ganas de volver a la rutina... y el síndrome postvacacional de la primera media hora de trabajo. Verano, veranito.
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