Creciendo a la sombra de un árbol llamado Alzheimer, por José Luis Delgado

Todo empezó hace mucho tiempo. Corría la primavera de 2002 y yo, a pocas semanas de cumplir los 8 años, me encontraba sentado en la salita de estar del piso de mi abuela Carmen haciendo los ejercicios del cuaderno de caligrafía de Rubio y los del cuaderno de matemáticas de Bruño que debía entregar a la mañana siguiente, como todas las tardes de todos los días lectivos.
Formaba parte de nuestra rutina de aquel entonces: después de comer me bajaba a su piso, hacía la tarea, merendaba uno de sus bocatas de pan y aceite y después veía la tele hasta que mis padres volvían de trabajar para recogerme a eso de las 20:30 o las 21:00 mientras ella recogía la cocina, veía la tele, cosía o hacía cualquier otra cosa que tenía que hacer.
Pero aquel día de mayo ocurrió algo que no había ocurrido hasta entonces. En un momento determinado de la tarde le oí preguntarme “José, ¿qué hora es?”, no tardé en responderle “las 6, abuela”. Todo normal hasta que 3 minutos después se repite el proceso. Y otras 2 veces más. “Las 6 y diez, abuela”, fue lo que le respondí la última vez que me preguntó. Recuerdo que aquel día me extrañó durante un rato, pero supuse que por alguna circunstancia lo necesitaba.
El problema fue que aquello empezó a repetirse con el paso de los días. En esta situación decidí preguntar a mis padres qué le pasaba. “José Luis, la abuela está empezando a padecer una enfermedad llamada Alzheimer, y eso está haciendo que se le olviden las cosas fácilmente”. Tuve que hacerme a la idea pero, lo que no sabía, era el resto de síntomas.
Con el paso de los meses pude comprobar cómo salían a flote otras características de la enfermedad. Las discusiones con mi padre se hacían cada vez más frecuentes (“¿Por qué papá y la abuela discuten tanto con lo que se quieren?”, me preguntaba yo cada vez, tan inocente e incapaz de comprender), salía de casa y se perdía por la calle si lo hacía sola. Entonces, la rutina de bajarme a su piso por las tardes dejó de ser para que ella me cuidase a ser un cuidado mutuo y simbiótico, motivo por el cual tuve que aprenderme de memoria su tratamiento.
Claro, ¿pero quién cuidaba de ella por las mañanas, con mis padres trabajando y conmigo en el colegio? En ese aspecto tuvimos la suerte de poder contar con la ayuda de la gente de AFAMO. Fueron unos 2 ó 3 años en los que sin su ayuda en el centro de día nos habría sido mucho más complicado poder cuidar de ella y al mismo tiempo cubrir el resto de nuestras labores, por lo que siempre le deberemos un agradecimiento.
Pero todas las circunstancias cambiaron una mañana de septiembre de 2006. Un suceso repentino referente a su salud (y cuyo nombre prefiero no mencionar) y que a la larga agravó la enfermedad tuvo lugar delante de mi padre y de mí cuando ella se disponía a levantarse de la cama. Los siguientes minutos pasaron quizá demasiado rápido. “Sube rápido a casa y bájame el móvil que me lo he dejado”, me ordenó mi padre, y conforme subía los dieciséis escalones que separaban los dos pisos me asaltaban todo tipo de pensamientos, hasta que al poner el pie en el último de los escalones, lo que llegó a mi mente fue: “¿Por qué un Dios misericordioso permite que le ocurra esto a una persona tan benévola con los demás y tan devota de Él con lo que ya ha pasado en vida?”
Esa fue la pregunta del millón. La que probablemente fue la más importante de todo el tiempo que llevo en vida. La que, a la larga, junto con ese suceso, cambiaría mi forma de ver las cosas, la vida e, incluso, iniciaría la resolución de mis (no) creencias religiosas, a pesar de que entonces, a los 12 años, no era consciente de cómo me afectaría todo aquello en los años venideros.
Efectivamente, como mencioné antes, el suceso agravó la enfermedad. Las piernas ya apenas le respondían y necesitaba de una silla de ruedas para poder moverse. La memoria y la asociación de caras no fueron a mejor tampoco. Dicen que el Alzheimer es una enfermedad que la tiene el paciente, pero la padece la familia. No les falta razón, ahí fue cuando empezamos a comprobar de verdad el sentido de esa horrible, pero no por ello menos cierta, expresión. Fue ahí cuando, viendo que ya nos era imposible cuidarle como necesitaba, nos vimos obligados a ingresarla en un hospital.
Allí pasaría los últimos años de su vida, recibiendo nuestras frecuentes visitas, y comprobando cómo, con el paso del tiempo, pasaba de ser “su niño” a saber que era algo suyo “pero no sé exactamente el qué”, y de ahí a la pregunta que más dolor le produce al familiar de un enfermo de Alzheimer al oírla, la misma que le hizo Manuel Alexandre a Cristina Brondo al final de aquella película: “¿Y tú quién eres?”, terminando en la incapacidad de hablar, moverse lo más mínimo y comer por sí misma.
Por si esto no fuera suficiente, ya con 16 años, mis padres me abordaron durante un almuerzo y me sacaron el tema para contarme que mi abuelo Luis también estaba empezando a sufrir la enfermedad. Vuelta a empezar. Me costó creérmelo, hasta que un día, visitando por mi cuenta a mis abuelos, él me preguntó “¿Quieres una copa de vino, Luis Alberto?” (la manía ya anterior de confundir los nombres de los nietos). “No, gracias abuelo, si no bebo” como respuesta y, a los dos minutos, la misma pregunta. El patrón se repetía y, aunque delante de mis abuelos logré disimularlo, ya me había derrumbado por dentro, porque ya sabía lo que se sentía y lo que está por venir.
El tiempo siguió pasando hasta que, siendo ya un universitario de 18 años, la mañana de un viernes de diciembre de 2012 recibí un mensaje de mi padre. “Sé que no te tocaba venir este fin de semana, pero haz la maleta y después de clase vente para Montilla. La abuela acaba de fallecer”. Aquel día lloré todo lo que no había llorado en los seis años anteriores. Y aún hoy tengo clavada la espina de no haberme podido despedir de ella como correspondía, después de todo lo que me había dado que, como suele ser normal en los abuelos y las abuelas, no había sido poco.
Habían acabado 10 años de enfermedad en su caso, pero no ha acabado la historia. Habiendo en la familia otro paciente, aún queda mucho camino por recorrer. Además, si le añadimos las referencias en algunas revistas científicas de que podría tratarse, aunque en un porcentaje de casos muy bajo, de una enfermedad hereditaria, puede que la historia esté muy lejos de acabarse. Puede, quizá, que la historia no haya hecho más que empezar.

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