Febrero, por Pepa Polonio

El día 28 se despertó pensando hace ya siete años. Hay que ver qué loco es el tiempo en febrero. El día está gris, llueve, hace un viento de todos los demonios y frío, mucho frío. Nada que ver con el amanecer luminoso y casi calentito de hace siete años ya.
Entonces fue una despedida rápida en Barajas, porque nunca nos gustaron las despedidas largas y melodramáticas. Fue un hasta el verano, solo que el verano no llegó nunca. Y habían pasado ya siete años.
Algunos días olía al entrar en la casa la mezcla densa de Ducados, café solo y Old Spice que se recocía en el rincón del ordenador al calor de la máquina y del que parecía una pieza más de ella. Una prolongación del teclado y del ratón que le pedía a gritos un beso sin levantar la vista de la pantalla.
Otras veces era ella la que ocupaba el sitio del rincón y lo veía pasar removiendo el aire frío de invierno así como de reojo. Entonces, cuando saltaba la bombilla del fanal de barco que tenía como lámpara del estudio, pensaba eres un manazas que rompes todo lo que tocas, y se limitaba a sonreír y encender el flexo. Algunas temporadas no ganaba para bombillas.
Incluso en alguna ocasión había tenido que aguantar su risa desde algún lugar del salón. Se le había olvidado la cafetera al fuego, y le había recordado la bronca porque a él también se le había olvidado. Le había jurado que eso a ella nunca le iba a pasar. Pero sí, algunas veces –pocas- hay cosas más importantes que un café, y dependiendo de la fase de la luna es el roce de una barba suave y un susurro que te recuerda que se está quemando, o una risotada que te grita a ver cómo te regañas a ti misma, que quiero oírlo.
En las noches de invierno siempre llegaba tarde a la cama. Vete tú y la vas calentando, que quiero terminar de escribir esto. Y era como una lagartija fría, delgada y larguiruza que se pega a la espalda. Sabía que era igual que intentara darse la vuelta. Únicamente estaba allí su recuerdo, para hacer compañía y terminar dando calor. Hacía ya siete años que las noches de invierno eran eso, un recuerdo, un aliento frío y, como mucho, el borde de la cama que se hundía bajo un peso que nadie más hubiera notado.
Lo mejor fue esa mañana, también de febrero pero de otro año. Puede que hiciera cuatro, o cinco, qué más da. Estaba dejado caer en el marco de la puerta del dormitorio, al contraluz del amanecer, y no hacía frío. Definitivamente, febrero es un mes loco. La miraba sonriendo, y ella le preguntó qué hacía ahí y por qué no se metía de una vez en la cama, que todavía tenían un rato antes de irse a trabajar. Le respondió que no quería que su madre los sorprendiera, justo en el momento en que sonó la cerradura de la calle. Y no, no era un buen día.
Pero eso fue hace ya años. Ahora, mientras veía dormir a su lado al hombre grande y fuertote que tenía cara de niño feliz, volvió a sentir hundirse el borde de la cama y el aliento frío. Tuvo el valor de recordarle que ella no era la que lo había abandonado, y que tampoco había tenido el mal gusto de morirse lejos, hacía ya siete años.

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