Pensaba que estaba frente a nosotros y espalda a la pizarra para enseñar, educar, potenciar valores, dando ejemplo a aquellos niños que regresábamos a clase tras las vacaciones de verano del 68 con la ilusión de un nuevo curso.
Me equivoqué, era prepotente, falto en respeto, educación, lo opuesto a toda persona que decide ejercer la docencia por amar tan importante profesión.
Sus malos gestos, cambios de humor..., empezaron a afectar a toda la clase, alardeando de su título de Magisterio, enmarcado en casa.
Una regla de madera golpeando su pierna derecha nos daba a entender quién mandaba, mostrando superioridad ante niños indefensos que, nada más ver su entrecejo arrugado, empezábamos a tener miedo a su reacción.
Disfrutaba usándola, según mi impresión. Sin llegar a recibir castigo con ella me hizo, quizás, más daño psicológicamente.
Se recreaba recordándome a cada momento ser hija de su asistenta y de un analfabeto hombre de campo. A qué iba a aspirar, ¿verdad Don....? Sentí dolor, inferioridad, humillación, delante de mis compañeros, sin comprender los motivos que le llevaban a portarse de aquella forma conmigo.
Me hundió los años que le tuve de tutor, sin embargo en casa restaban importancia a mis quejas, llantos... Mis padres creían, desde su ignorancia, que exageraba la situación y mi deber era ser sumisa, respetuosa y educada.
Le demostré que era buena estudiante y aún recuerdo su cara de desprecio mirándome por encima del hombro. Un ser tan corpulento y sin cabida para ternura, comprensión o amabilidad.
Cierto que sufrí mucho a consecuencia de aquellos episodios que marcaron mi vida. Con el paso del tiempo y tras haber logrado superar largos años de inseguridad, frustración y baja autoestima, me gustaría contarle todos mis logros sin tener “títulos colgados en casa”. No tuve oportunidad de estudiar pero he pasado por la universidad de la vida, gracias a ella conozco unos sentimientos y valores que quizás usted aún desconozca. Ser asertiva, solidaridad, honestidad..., respeto a mí misma y hacia los demás. Algo que usted no enseñaba, carecía de ellos, y tuve la suerte y el orgullo de aprender de mis padres, ¡aquéllos que usted tachaba de simples analfabetos!
Le he visto alguna que otra vez por la calle; cierto que aún me sentía inferior, que me despertaba desprecio, ahora me transmite pena.
Ha llegado el momento de expresarle con total honestidad que tengo superada la huella que marcó en mí, me siento tranquila y pienso que, de existir la justicia divina, usted estará al lado opuesto al mío. De todas formas, como no creo demasiado en ello, me quedo con la satisfacción de haberle superado en muchos aspectos de la vida que me han hecho sentirme útil, querida, valorada y feliz.
Desde el corazón mando este mensaje, que he tardado demasiado tiempo en enviar. Con él he encontrado un gran alivio interior, he conseguido perdonarle sin poder olvidarme de usted.
Adiós maestro.
Me equivoqué, era prepotente, falto en respeto, educación, lo opuesto a toda persona que decide ejercer la docencia por amar tan importante profesión.
Sus malos gestos, cambios de humor..., empezaron a afectar a toda la clase, alardeando de su título de Magisterio, enmarcado en casa.
Una regla de madera golpeando su pierna derecha nos daba a entender quién mandaba, mostrando superioridad ante niños indefensos que, nada más ver su entrecejo arrugado, empezábamos a tener miedo a su reacción.
Disfrutaba usándola, según mi impresión. Sin llegar a recibir castigo con ella me hizo, quizás, más daño psicológicamente.
Se recreaba recordándome a cada momento ser hija de su asistenta y de un analfabeto hombre de campo. A qué iba a aspirar, ¿verdad Don....? Sentí dolor, inferioridad, humillación, delante de mis compañeros, sin comprender los motivos que le llevaban a portarse de aquella forma conmigo.
Me hundió los años que le tuve de tutor, sin embargo en casa restaban importancia a mis quejas, llantos... Mis padres creían, desde su ignorancia, que exageraba la situación y mi deber era ser sumisa, respetuosa y educada.
Le demostré que era buena estudiante y aún recuerdo su cara de desprecio mirándome por encima del hombro. Un ser tan corpulento y sin cabida para ternura, comprensión o amabilidad.
Cierto que sufrí mucho a consecuencia de aquellos episodios que marcaron mi vida. Con el paso del tiempo y tras haber logrado superar largos años de inseguridad, frustración y baja autoestima, me gustaría contarle todos mis logros sin tener “títulos colgados en casa”. No tuve oportunidad de estudiar pero he pasado por la universidad de la vida, gracias a ella conozco unos sentimientos y valores que quizás usted aún desconozca. Ser asertiva, solidaridad, honestidad..., respeto a mí misma y hacia los demás. Algo que usted no enseñaba, carecía de ellos, y tuve la suerte y el orgullo de aprender de mis padres, ¡aquéllos que usted tachaba de simples analfabetos!
Le he visto alguna que otra vez por la calle; cierto que aún me sentía inferior, que me despertaba desprecio, ahora me transmite pena.
Ha llegado el momento de expresarle con total honestidad que tengo superada la huella que marcó en mí, me siento tranquila y pienso que, de existir la justicia divina, usted estará al lado opuesto al mío. De todas formas, como no creo demasiado en ello, me quedo con la satisfacción de haberle superado en muchos aspectos de la vida que me han hecho sentirme útil, querida, valorada y feliz.
Desde el corazón mando este mensaje, que he tardado demasiado tiempo en enviar. Con él he encontrado un gran alivio interior, he conseguido perdonarle sin poder olvidarme de usted.
Adiós maestro.
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