“Sueños robados. El baloncesto yugoslavo” es un libro escrito por un profesor de Educación Física, Juanan Hinojo, que no te gustará a menos que seas un friki del baloncesto y hayas vivido en la década de los 80. El libro, como indica su subtítulo, hace un repaso por la historia del baloncesto yugoslavo de las últimas décadas del siglo pasado, aunque se centra en la que sin duda fue la época dorada del basket plavi: los años 80. Por aquel tiempo yo tendría alrededor de 16 años, y no sólo jugaba a baloncesto, sino que me apasionaba el baloncesto; me apasionaba casi de una forma enfermiza, particularmente el baloncesto practicado por los clubes yugoslavos y la maravillosa selección de la extinta Yugoslavia. Cómo no estaría de entregado a la causa que, en lugar de Samantha Fox o Sabrina, de las paredes de mi cuarto colgaban por entonces fotos de tíos altos con bigote y sobacos poblados como los Kicanovic, Slavnic, Cosic, Delibasic, Dalipagic, y más tarde los Petrovic, Kucoc, Radja, Divac o Perasovic, jugadores todos de talento desbordante, creativos, infalibles en el tiro y desquiciadoramente competitivos para el contrario. Aclarado el grado de mi enfermedad, es fácil entender el deleite y hasta la emoción que 30 años después me produjo tropezarme con un libro de estas características. Era como reencontrarse con la pasión de juventud que los años amortiguan y que ya nunca volverá, y al mismo tiempo advertir que no estaba solo, que alguien más en el mundo disfrutaba leyendo estadísticas de un partido de la liga yugoslava de, por ejemplo, 1983 (no todo en la vida va a ser Ken Follet y Los Pilares de la Tierra).
El libro, sin embargo, me dejó también una carga de tristeza en la chepa considerable. Junto a métodos de formación, jugadores carismáticos o entrenadores destacados, el autor describe con deliberada asepsia la sucesión de acontecimientos históricos que condujeron al deterioro de la convivencia y finalmente a la guerra entre las repúblicas de la antigua Yugoslavia. Es tan potente el contraste entre baloncesto y guerra en el libro, entre la belleza del juego de aquella selección de finales de los 80 principio de los 90 y el fanatismo nacionalista, étnico y religioso que poco a poco lo va contaminando todo, que uno se pregunta cómo es posible que el ser humano no sea capaz de resolver sus problemas de otra forma. Gran parte de aquellos jugadores procedentes de diferentes repúblicas habían coincidido en la selección desde categoría infantil. Sin importar el origen de cada uno, entre muchos de ellos se crearon relaciones auténticamente fraternales. Sus familias se conocían a fuerza de seguir a sus hijos por los diferentes torneos, de manera que en concentraciones prolongadas algunos se quedaban a dormir en las casas de los otros, a comer a la misma mesa el plato que mejor cocinaba la madre del otro. Todo eso lo arrasó la guerra. Parece ser que el hecho de haber nacido serbio, croata o esloveno de repente no sólo adquirió una importancia hasta entonces desconocida, sino que se convirtió en el único criterio válido para juzgar a una persona. La guerra no admite matices, y el papel que envuelve el regalo es siempre lo más importante.
El libro, sin embargo, me dejó también una carga de tristeza en la chepa considerable. Junto a métodos de formación, jugadores carismáticos o entrenadores destacados, el autor describe con deliberada asepsia la sucesión de acontecimientos históricos que condujeron al deterioro de la convivencia y finalmente a la guerra entre las repúblicas de la antigua Yugoslavia. Es tan potente el contraste entre baloncesto y guerra en el libro, entre la belleza del juego de aquella selección de finales de los 80 principio de los 90 y el fanatismo nacionalista, étnico y religioso que poco a poco lo va contaminando todo, que uno se pregunta cómo es posible que el ser humano no sea capaz de resolver sus problemas de otra forma. Gran parte de aquellos jugadores procedentes de diferentes repúblicas habían coincidido en la selección desde categoría infantil. Sin importar el origen de cada uno, entre muchos de ellos se crearon relaciones auténticamente fraternales. Sus familias se conocían a fuerza de seguir a sus hijos por los diferentes torneos, de manera que en concentraciones prolongadas algunos se quedaban a dormir en las casas de los otros, a comer a la misma mesa el plato que mejor cocinaba la madre del otro. Todo eso lo arrasó la guerra. Parece ser que el hecho de haber nacido serbio, croata o esloveno de repente no sólo adquirió una importancia hasta entonces desconocida, sino que se convirtió en el único criterio válido para juzgar a una persona. La guerra no admite matices, y el papel que envuelve el regalo es siempre lo más importante.
Dos jugadores (Drazen Petrovic, croata; y Vlade Divac, serbio) ejemplifican la sinrazón. “Una vez hermanos” es el título de un documental en el que a la luz de los años transcurridos un Divac con más kilos y menos pelo cuenta el desencuentro con su amigo del alma y compañero de habitación provocado por la barbarie de aquella guerra innecesaria y estúpida. El documental nos muestra el dolor de Divac por la prematura muerte en accidente de tráfico del genial jugador de Sibenik. En pleno desarrollo del conflicto y obligados como estaban a odiarse (mucho más tras el protagonismo que Divac adquirió al verse envuelto en un incidente con un aficionado y la bandera croata en el mundial de Argentina), el jugador serbio no pudo siquiera asistir al entierro del amigo muerto. Resulta conmovedor contemplar a esa mole de 2,13 llena de humanidad que es Divac mostrando a la madre de Petrovic una foto en la que se les ve a los dos abrazados, jóvenes y exultantes tras una victoria, o verle depositar esa misma foto en la tumba del “hermano” en la secuencia que cierra el documental con la amargura de alguien que sabe que la reconciliación ya no será posible.
Poniendo un ejemplo futbolero y para que todo el mundo se haga una idea, es como si Xavi e Iniesta, catalán y manchego, tuvieran que pasar por ese trance. El ejemplo no es inocente. Hay ciertos paralelismos, ¿verdad? Dos equipos de época, dos jugadores que han compartido todo desde muy temprana edad, un proceso secesionista abierto, declaraciones irresponsables de unos y otros que van aumentando las tensiones territoriales, runrún de banderas, himnos silbados y sensibilidades mancilladas, listas de supuestos agravios, organización de congresos para buscar justificación histórica a la posición política propia ... Poco a poco nos va envolviendo una especie de alud de desconfianza y recelo mutuo que a medida que se precipita por la pendiente se va haciendo imparable. Sí, ya sé que España no es Yugoslavia; es más, estoy plenamente convencido de que una guerra como aquella no se repetirá en España; pero tampoco es prudente dar nada por sentado. Nadie creía a finales de los 80 que un conflicto de tal brutalidad pudiera tener lugar en la Europa desarrollada y terminamos familiarizándonos con expresiones como “limpieza étnica” y con más de 100.000 muertos encima de la mesa.
Un amigo mío dice que la distribución territorial por naciones no es más que una parcelación del campo con cierto éxito, una especie de PGOU internacional que de cuando en cuando revisamos a cañonazos. Seguro que el problema no es tan simple, que seguir juntos o separados tendrá repercusión sobre la vida de muchas personas, pero, ¡ojo!, no nos dejemos enfrentar por los, utilizando palabras de David Trueba, “repartidores de pasaporte”; no vaya a ser que un día nos levantemos teniendo que odiar por decreto a todos los de Tarrasa por haber nacido en Peñarroya-Pueblonuevo.
Poniendo un ejemplo futbolero y para que todo el mundo se haga una idea, es como si Xavi e Iniesta, catalán y manchego, tuvieran que pasar por ese trance. El ejemplo no es inocente. Hay ciertos paralelismos, ¿verdad? Dos equipos de época, dos jugadores que han compartido todo desde muy temprana edad, un proceso secesionista abierto, declaraciones irresponsables de unos y otros que van aumentando las tensiones territoriales, runrún de banderas, himnos silbados y sensibilidades mancilladas, listas de supuestos agravios, organización de congresos para buscar justificación histórica a la posición política propia ... Poco a poco nos va envolviendo una especie de alud de desconfianza y recelo mutuo que a medida que se precipita por la pendiente se va haciendo imparable. Sí, ya sé que España no es Yugoslavia; es más, estoy plenamente convencido de que una guerra como aquella no se repetirá en España; pero tampoco es prudente dar nada por sentado. Nadie creía a finales de los 80 que un conflicto de tal brutalidad pudiera tener lugar en la Europa desarrollada y terminamos familiarizándonos con expresiones como “limpieza étnica” y con más de 100.000 muertos encima de la mesa.
Un amigo mío dice que la distribución territorial por naciones no es más que una parcelación del campo con cierto éxito, una especie de PGOU internacional que de cuando en cuando revisamos a cañonazos. Seguro que el problema no es tan simple, que seguir juntos o separados tendrá repercusión sobre la vida de muchas personas, pero, ¡ojo!, no nos dejemos enfrentar por los, utilizando palabras de David Trueba, “repartidores de pasaporte”; no vaya a ser que un día nos levantemos teniendo que odiar por decreto a todos los de Tarrasa por haber nacido en Peñarroya-Pueblonuevo.
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