Leyendo estos días a Fernando Savater encontré una desusada definición de la palabra “idiota”, según la cual en época de las polis griegas los “idiotas” eran aquellos ciudadanos tan preocupados sólo por lo suyo, que eran incapaces de ofrecer nada a los demás.
En su largo periplo por el espacio y el tiempo, el vocablo fue perdiendo ese componente sociopolítico hasta ver reducida su referencia a la idea de incapacidad. Y así, hoy en día calificamos con ese adjetivo a personas con carencias intelectuales o emotivas que les impiden desarrollar una vida social más o menos plena. En otras palabras, llamamos idiota al que tiene dificultades de juicio; pero también al que no hay quien lo aguante.
Es curioso cómo la deriva de nuestra sociedad ha terminado revitalizando un significado en desuso. Y ello porque el antiguo concepto del idiota (el preocupado por lo suyo e incapaz de ofrecer nada a los demás) podría servir para realizar el diagnóstico de la enfermedad sociocultural que padecemos, cuyo síntoma más visible es la tan traída y llevada crisis económica, el nuevo fantasma que recorre (no sólo) Europa. En esa pulsión egoísta del idiota, o mejor dicho, en la defensa de dicha pulsión como principio organizador de la sociedad, astutamente oculta bajo la honorable pátina de los principios del liberalismo, pueden rastrearse muchos de los males presentes. O dicho en párrafo corto y sin ánimo de insultar: esto nos pasa por habernos comportado como idiotas.
No obstante, hay que reconocer que se pueden distinguir grados de idiocia, directamente proporcionales a las responsabilidades colectivas de cada cual. Es decir, que las pequeñas miserias de un idiota anónimo (como el autor de este artículo) son bastante más inofensivas que las de aquellos ilustres idiotas con responsabilidades políticas, económicas y sociales, aunque traten de hacernos creer lo contrario con la intención de escurrir el bulto.
Hasta cabría la posibilidad de elaborar un (nada) donoso escrutinio, pero no de libros, sino de idiotas, clasificados estos según su grado de nocividad. Pero serían necesarias algunas líneas más de las que los editores de El ladrío me han reservado en este número. Quede ahí mi oferta para quien la quiera oír. Mientras tanto, y viendo lo visto, uno continúa tan perplejo como el odioso imbécil Pierre Brochant ante el adorablemente tonto François Pignon en La cena de los idiotas y tiene ganas de exclamar: “¡No tenemos límite!”.
En su largo periplo por el espacio y el tiempo, el vocablo fue perdiendo ese componente sociopolítico hasta ver reducida su referencia a la idea de incapacidad. Y así, hoy en día calificamos con ese adjetivo a personas con carencias intelectuales o emotivas que les impiden desarrollar una vida social más o menos plena. En otras palabras, llamamos idiota al que tiene dificultades de juicio; pero también al que no hay quien lo aguante.
Es curioso cómo la deriva de nuestra sociedad ha terminado revitalizando un significado en desuso. Y ello porque el antiguo concepto del idiota (el preocupado por lo suyo e incapaz de ofrecer nada a los demás) podría servir para realizar el diagnóstico de la enfermedad sociocultural que padecemos, cuyo síntoma más visible es la tan traída y llevada crisis económica, el nuevo fantasma que recorre (no sólo) Europa. En esa pulsión egoísta del idiota, o mejor dicho, en la defensa de dicha pulsión como principio organizador de la sociedad, astutamente oculta bajo la honorable pátina de los principios del liberalismo, pueden rastrearse muchos de los males presentes. O dicho en párrafo corto y sin ánimo de insultar: esto nos pasa por habernos comportado como idiotas.
No obstante, hay que reconocer que se pueden distinguir grados de idiocia, directamente proporcionales a las responsabilidades colectivas de cada cual. Es decir, que las pequeñas miserias de un idiota anónimo (como el autor de este artículo) son bastante más inofensivas que las de aquellos ilustres idiotas con responsabilidades políticas, económicas y sociales, aunque traten de hacernos creer lo contrario con la intención de escurrir el bulto.
Hasta cabría la posibilidad de elaborar un (nada) donoso escrutinio, pero no de libros, sino de idiotas, clasificados estos según su grado de nocividad. Pero serían necesarias algunas líneas más de las que los editores de El ladrío me han reservado en este número. Quede ahí mi oferta para quien la quiera oír. Mientras tanto, y viendo lo visto, uno continúa tan perplejo como el odioso imbécil Pierre Brochant ante el adorablemente tonto François Pignon en La cena de los idiotas y tiene ganas de exclamar: “¡No tenemos límite!”.
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