La política y el lenguaje han estados íntimamente vinculados desde la antigua Grecia. No en vano, para ser político, con independencia del régimen, ha sido siempre necesario dominar las técnicas de la retórica, la oratoria y la dialéctica. Pero el lenguaje en sí mismo no es bueno ni malo, sino que los artificios y manipulaciones a los que asistimos con más frecuencia de la deseada son el resultado del uso perverso y corrompido que los políticos hacen de la lengua.
Basta volver la vista a cualquiera de los regímenes totalitarios, de uno u otro signo, que gobiernan en cualquiera de los cinco continentes para darse cuenta de que el lenguaje se ha puesto en innumerables ocasiones al servicio de la política, casi siempre con fines bastante reprobables ética y moralmente. De hecho, algunos de los grandes dictadores del siglo XX han sido grandes oradores y demagogos, capaces de conmover y promover una caterva enardecida.
Que el lenguaje haya sido un instrumento objeto de manipulación no es extraño si hablamos de sistemas autárquicos. Lo paradójico es que, hogaño, ministros de gobiernos elegidos democráticamente se erijan como pervertidores del lenguaje en todas y cada una de sus declaraciones con el fin de enmascarar una realidad que conlleva la perversión como rasgo inherente.
Las recientes declaraciones de la ministra Báñez, titular de la cartera de Empleo, acerca de la búsqueda de “oportunidades laborales y formativas” de los jóvenes españoles a través de la “movilidad exterior” no pueden ser sino consideradas una más de las corruptelas lingüísticas de uno de tantos gobiernos. La maledicencia que estas palabras esconden es un insulto desmesurado, una ofensa ímproba a la necesidad de muchos jóvenes denostados que se han visto abocados a un éxodo incierto, a una diáspora sin visos de retorno, a un exilio brutal, a un ostracismo cuasi irreversible del que nuestros políticos no parecen preocuparse a la luz de estas perversiones.
En la actual situación de crisis económica y vital de nuestros jóvenes, los poderes públicos no pueden demostrar tal inconsciencia e impasividad ante el sufrimiento ajeno; y lo dice uno que escribe estas líneas desde otro país al que ha salido voluntariamente, de forma temporal y con una subvención pública que no le ha hecho olvidar que esa no es, ni de lejos, la situación de los muchos jóvenes que están emigrando.
Basta volver la vista a cualquiera de los regímenes totalitarios, de uno u otro signo, que gobiernan en cualquiera de los cinco continentes para darse cuenta de que el lenguaje se ha puesto en innumerables ocasiones al servicio de la política, casi siempre con fines bastante reprobables ética y moralmente. De hecho, algunos de los grandes dictadores del siglo XX han sido grandes oradores y demagogos, capaces de conmover y promover una caterva enardecida.
Que el lenguaje haya sido un instrumento objeto de manipulación no es extraño si hablamos de sistemas autárquicos. Lo paradójico es que, hogaño, ministros de gobiernos elegidos democráticamente se erijan como pervertidores del lenguaje en todas y cada una de sus declaraciones con el fin de enmascarar una realidad que conlleva la perversión como rasgo inherente.
Las recientes declaraciones de la ministra Báñez, titular de la cartera de Empleo, acerca de la búsqueda de “oportunidades laborales y formativas” de los jóvenes españoles a través de la “movilidad exterior” no pueden ser sino consideradas una más de las corruptelas lingüísticas de uno de tantos gobiernos. La maledicencia que estas palabras esconden es un insulto desmesurado, una ofensa ímproba a la necesidad de muchos jóvenes denostados que se han visto abocados a un éxodo incierto, a una diáspora sin visos de retorno, a un exilio brutal, a un ostracismo cuasi irreversible del que nuestros políticos no parecen preocuparse a la luz de estas perversiones.
En la actual situación de crisis económica y vital de nuestros jóvenes, los poderes públicos no pueden demostrar tal inconsciencia e impasividad ante el sufrimiento ajeno; y lo dice uno que escribe estas líneas desde otro país al que ha salido voluntariamente, de forma temporal y con una subvención pública que no le ha hecho olvidar que esa no es, ni de lejos, la situación de los muchos jóvenes que están emigrando.
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