No hay nada que se parezca a los toros alados de Khorsabad. Las puertas de la ciudad de Sargón II a principios del siglo VIII a.C. eran protegidas por gigantescos toros alados, los lamasus. Los pétreos animales con cabeza antropomorfa, cuerpo de toro, garras de león, inmensas alas y porte divino impedían soñar con robar la fortaleza del rey. Estaban en el ámbito divino y humano, entre lo efímero y lo eterno. Podían vigilar a los que venían de frente y a los que pasaban junto a él; estaban posados de frente y de perfil, por eso tenían cinco patas. Son los únicos toros que tienen cinco patas; si se miran de frente son dos las patas que sostienen su solemne porte, si se miran de perfil parecen tener cuatro patas.
Se les atribuía un poder divino para proteger la ciudad. Su rostro emana dominio. Sus grandes ojos almendrados se paran en la eternidad. Sus cejas son el marco de su atenta mirada. La nariz proyectada desde las cejas da paso a una sonrisa arcaica, casi humana. El conjunto del rostro se enmarca en un peinado honroso y ondulante. El poder se expresa en esos grandes ojos, sin mirada, sin apego a las cosas de este mundo. Su melena y su barba cónica buscan el capricho decorativo y rítmico. Las orejas se separan del rostro, presumiendo sin complejos de su solemnidad; están preparadas para percibir la música del Universo.
Su cuerpo se cubre de plumas de insistente simetría buscando el vuelo imaginado, de unas alas desplegadas en reposo. Esas alas de poderoso rapaz, pesadas e irreales, anuncian un vuelo indeterminado pero posible, sometidas al peso de la piedra no admiten libertad a las plumas para desprenderse del suelo. Y es que las patas leoninas no parecen hechas para el aire; los músculos del león imponen su fuerza, la energía del felino agarra con fiereza el suelo. Los reyes asirios luchaban con leones para someter la naturaleza a la civilización.
Jamás se moverán las alas, frenaron su vuelo en la eternidad; nunca correrán esas patas las fértiles tierras del Tigris. Los toros alados no abandonarán sus puestos defensivos. La ciudad de Khorsabad no volverá, desaparecieron sus gentes, sus palacios, sus reyes. Se llevaron sus piedras, sus símbolos, sus estelas, sus genios alados; pero nadie avisó a los lamasus y continúan a la defensiva en sus puertas.
En el Louvre ejércitos de turistas aclaman a los toros alados, famosos por sus cinco patas; se hacen fotos de frente y de perfil, les tocan las patas para asegurarse de su autenticidad, para dar fe de que estuvieron junto a ellos. El toro no les mira, no les presta ninguna atención, entre otras cosas porque no está en el museo, sigue en las puertas de la Fortaleza de Sargón II, Dur Sharrukin, en el siglo VIII a. C. París todavía no existe, tampoco Francia y mucho menos Europa, ni la civilización occidental. La civilización está entre los ríos Tigris y Eúfrates; el resto de la humanidad duerme aún. No hay nada que se parezca a los toros alados de Khorsabad.
Se les atribuía un poder divino para proteger la ciudad. Su rostro emana dominio. Sus grandes ojos almendrados se paran en la eternidad. Sus cejas son el marco de su atenta mirada. La nariz proyectada desde las cejas da paso a una sonrisa arcaica, casi humana. El conjunto del rostro se enmarca en un peinado honroso y ondulante. El poder se expresa en esos grandes ojos, sin mirada, sin apego a las cosas de este mundo. Su melena y su barba cónica buscan el capricho decorativo y rítmico. Las orejas se separan del rostro, presumiendo sin complejos de su solemnidad; están preparadas para percibir la música del Universo.
Su cuerpo se cubre de plumas de insistente simetría buscando el vuelo imaginado, de unas alas desplegadas en reposo. Esas alas de poderoso rapaz, pesadas e irreales, anuncian un vuelo indeterminado pero posible, sometidas al peso de la piedra no admiten libertad a las plumas para desprenderse del suelo. Y es que las patas leoninas no parecen hechas para el aire; los músculos del león imponen su fuerza, la energía del felino agarra con fiereza el suelo. Los reyes asirios luchaban con leones para someter la naturaleza a la civilización.
Jamás se moverán las alas, frenaron su vuelo en la eternidad; nunca correrán esas patas las fértiles tierras del Tigris. Los toros alados no abandonarán sus puestos defensivos. La ciudad de Khorsabad no volverá, desaparecieron sus gentes, sus palacios, sus reyes. Se llevaron sus piedras, sus símbolos, sus estelas, sus genios alados; pero nadie avisó a los lamasus y continúan a la defensiva en sus puertas.
En el Louvre ejércitos de turistas aclaman a los toros alados, famosos por sus cinco patas; se hacen fotos de frente y de perfil, les tocan las patas para asegurarse de su autenticidad, para dar fe de que estuvieron junto a ellos. El toro no les mira, no les presta ninguna atención, entre otras cosas porque no está en el museo, sigue en las puertas de la Fortaleza de Sargón II, Dur Sharrukin, en el siglo VIII a. C. París todavía no existe, tampoco Francia y mucho menos Europa, ni la civilización occidental. La civilización está entre los ríos Tigris y Eúfrates; el resto de la humanidad duerme aún. No hay nada que se parezca a los toros alados de Khorsabad.
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