La palabra japonesa hanabi, literalmente flores (hana) de fuego (hi), suele ser traducida a nuestro idioma como “fuegos artificiales”. Sin embargo, el concepto que tenemos en mente de los fuegos artificiales en España es ligeramente distinto del que se tiene en Japón. Este fue uno de los hechos que más me cautivaron cuando visité por primera vez el país nipón.
Era una calurosa tarde de verano como cualquier otra (porque en Japón, todos los días de verano son calurosos y sofocantes), y en la casa me dijeron que íbamos a salir. En mi casa (la casa en la que me acogieron), siempre íbamos a todos lados en bici. Además, allí puedes dejarla en cualquier lugar con la seguridad de que vas a encontrártela esperándote a la vuelta, cosa que me fascinó.
En fin, ese día salimos con la bici al centro comercial a hacer algunas compras. Recuerdo perfectamente un gran cubo rojo lleno de cosas que no sabía qué eran, aunque después de mirar los caracteres que tenía escritos en la etiqueta empecé a hacerme una pequeña idea: eran fuegos artificiales, como los que había visto muchas veces en las series de la televisión japonesa. Ahora, ¿cuál es la diferencia con lo que solemos llamar “fuegos artificiales” en España?
Después de eso quedamos con más amigos, nuevos para mí, y todos, cada uno con su bici, nos adentramos en las laberínticas calles que conformaban la zona residencial del sur de Osaka. Todos llevábamos bolsas en las cestas de las bicicletas con varias bebidas, toallas (para el sudor), abanicos, el misterioso cubo rojo que nos habíamos agenciado en el centro comercial, etc., mientras pedaleábamos con cuidado por un largo puente que cruzaba un río. Luego bajamos por una pequeña pendiente que nos llevaba a la ribera del mismo, donde nos instalamos.
Aquí es donde empezó la magia. Abrimos el cubo, que contenía numerosos paquetes de bengalas (temochi hanabi) y algunos cohetes (uchiage hanabi), lo vaciamos en la cesta de una bicicleta y lo llenamos de agua. A continuación sacaron algunos mecheros, cada uno cogió una bengala y las encendimos. Estuvimos un buen rato jugando con ellas, formando imágenes de distintos colores en el aire de la noche, hasta que se apagaban por completo; entonces las introducíamos en el cubo con agua para no provocar ningún incendio. De vez en cuando escuchaba a alguien diciéndome: “hi chōdai!” (¡dame fuego!). Juntábamos las bengalas y, de este modo, pasaban las chispas de una a otra. Cuando ya nos quedaba poco para terminar, después de muchas risas, conversaciones con algunas lagunas de comprensión (por mi parte) y algún que otro sustillo por chispas que iban más lejos de lo que debían, cogimos un cohete grande y lo plantamos en el suelo. Subió al cielo rápidamente y, después de producir un fuerte estallido, iluminó toda la ribera del río por un instante, dejando solamente unas pequeñas motas de fuego que caían lentamente para acabar apagándose antes de llegar al suelo.
Ese día pude experimentar una de las noches veraniegas más típicas de Japón, que me dejó con muy buen sabor de boca, sobre todo por las pizzas que pedimos después, al volver a casa.
Era una calurosa tarde de verano como cualquier otra (porque en Japón, todos los días de verano son calurosos y sofocantes), y en la casa me dijeron que íbamos a salir. En mi casa (la casa en la que me acogieron), siempre íbamos a todos lados en bici. Además, allí puedes dejarla en cualquier lugar con la seguridad de que vas a encontrártela esperándote a la vuelta, cosa que me fascinó.
En fin, ese día salimos con la bici al centro comercial a hacer algunas compras. Recuerdo perfectamente un gran cubo rojo lleno de cosas que no sabía qué eran, aunque después de mirar los caracteres que tenía escritos en la etiqueta empecé a hacerme una pequeña idea: eran fuegos artificiales, como los que había visto muchas veces en las series de la televisión japonesa. Ahora, ¿cuál es la diferencia con lo que solemos llamar “fuegos artificiales” en España?
Después de eso quedamos con más amigos, nuevos para mí, y todos, cada uno con su bici, nos adentramos en las laberínticas calles que conformaban la zona residencial del sur de Osaka. Todos llevábamos bolsas en las cestas de las bicicletas con varias bebidas, toallas (para el sudor), abanicos, el misterioso cubo rojo que nos habíamos agenciado en el centro comercial, etc., mientras pedaleábamos con cuidado por un largo puente que cruzaba un río. Luego bajamos por una pequeña pendiente que nos llevaba a la ribera del mismo, donde nos instalamos.
Aquí es donde empezó la magia. Abrimos el cubo, que contenía numerosos paquetes de bengalas (temochi hanabi) y algunos cohetes (uchiage hanabi), lo vaciamos en la cesta de una bicicleta y lo llenamos de agua. A continuación sacaron algunos mecheros, cada uno cogió una bengala y las encendimos. Estuvimos un buen rato jugando con ellas, formando imágenes de distintos colores en el aire de la noche, hasta que se apagaban por completo; entonces las introducíamos en el cubo con agua para no provocar ningún incendio. De vez en cuando escuchaba a alguien diciéndome: “hi chōdai!” (¡dame fuego!). Juntábamos las bengalas y, de este modo, pasaban las chispas de una a otra. Cuando ya nos quedaba poco para terminar, después de muchas risas, conversaciones con algunas lagunas de comprensión (por mi parte) y algún que otro sustillo por chispas que iban más lejos de lo que debían, cogimos un cohete grande y lo plantamos en el suelo. Subió al cielo rápidamente y, después de producir un fuerte estallido, iluminó toda la ribera del río por un instante, dejando solamente unas pequeñas motas de fuego que caían lentamente para acabar apagándose antes de llegar al suelo.
Ese día pude experimentar una de las noches veraniegas más típicas de Japón, que me dejó con muy buen sabor de boca, sobre todo por las pizzas que pedimos después, al volver a casa.
Comentarios