Cipión, a favor de la república.


“¿Una mujer mandando? ¡Eso es indigno e impropio!”. Amigo Berganza, así decía el coronel Hathi a su patrulla de elefantes en “El libro de la selva”. Coincidirás conmigo en que se trata de una frase de lo más desafortunada, incluso en boca de un elefante de la India, ni siquiera de la sabana africana.
La afirmación lanzada por el brigadier Hathi en la película de Disney de 1967, basada a su vez en las historias publicadas por Rudyard Kipling en 1894, suena hoy en día tan obsoleta e irracional como la de pretender que una persona, por el simple hecho de su nacimiento y la familia a la que pertenece, sea nombrada Jefe de Estado de forma hereditaria y vitalicia. Ese es, ciudadano Berganza, mi principal argumento a favor de la República.
Cierto es que nada nos garantiza que un Presidente de la República sea una persona ejemplar, modelo de rectitud moral para el resto de sus conciudadanos, alejado de trapicheos y corruptelas extrañas. Pero tampoco tenemos esa garantía con un monarca, y a éste, a diferencia de al primero, lo tendremos que aguantar toda la vida. A un Presidente de la República no nos lo impone ninguna línea sucesoria, lo elegimos democráticamente. Por el mismo motivo, cuando deja de parecernos adecuado, lo quitamos de su cargo y lo sustituimos; eso si la misma legislación no le impide presentarse a la reelección un número indefinido de veces.
No todas las repúblicas democráticas eligen a sus presidentes de la misma forma ni les dan las mismas funciones. En Estados Unidos, el presidente es elegido por sufragio indirecto por un colegio electoral a cuyos miembros votan los ciudadanos, lo que puede llevar en ocasiones a que el candidato más votado no acabe siendo el ganador, como ocurrió con George W. Bush y Al Gore. El Presidente de los Estados Unidos, además, reúne en su persona las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno (como también ocurre en la mayoría de democracias de Latinoamérica o en la I República Española), y para ser elegible debe haber nacido en el país, tener al menos 35 años y haber residido de forma permanente al menos 14 años en Estados Unidos.
En el caso de Italia, al Presidente lo eligen los diputados, senadores y representantes regionales, no teniendo funciones ejecutivas y, como más destacadas, la de poder disolver ambas cámaras o conceder indultos. Solo pueden ser elegidos ciudadanos con 50 o más años de edad y el desempeño de su cargo es incompatible con el de cualquier otro. De forma parecida es escogido también el presidente en Alemania, siendo aún más restrictivos sus requisitos y funciones: no puede militar en ningún partido político y sólo en circunstancias muy excepcionales puede disolver las cámaras. Esta función protocolaria del Presidente de la República es la más habitual en muchos países europeos, como también ocurrió durante la II República Española.
En otros países, como Francia o Rusia, aunque no es jefe de gobierno, los poderes del presidente son mucho menos limitados y su elección se produce por sufragio universal.
Puedes ver, amigo Berganza, que hay distintos modos de organizar la jefatura de estado en una República. Sin embargo, todas ellas coinciden en unos aspectos básicos que las diferencia de la monarquía: el cargo se designa por elección democrática, no por orden hereditario, no se desempeña de forma vitalicia y existen mecanismos que, dado el caso, permiten inhabilitar y destituir a la persona que lo ejerce cuando es acusada de delitos graves (valgan como ejemplo Richard Nixon, Moshé Katsav o Christian Wulff).

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