El
Coloquio de los perros es la Novela Ejemplar cervantina en la que
aparecen Montilla y la Camachas. Sus protagonistas, dos canes, Cipión y
Berganza, también pretenden serlo de nuestra revista. En cada número, a
través de sus reflexiones y posturas en páginas centrales, uno a favor y
otro en contra, iremos tratando temas de interés para nuestra sociedad.
En esta ocasión, nos dan su opinión sobre la conveniencia del año escolar o el año natural.
Amigo Cipión, entiendo tu inclinación por considerar más práctico el que tú llamas año escolar; yo lo llamaría estacional, puesto que en nuestra piel de toro ibérica el período que va de un septiembre a otro se adapta perfectamente a las variaciones climatológicas, al fin del verano y el comienzo de un nuevo otoño. Tan marcado es este devenir de estaciones que nuestra misma sociedad acompasa sus ritmos a él y hasta llegamos a pensar que sería más “natural” ajustar nuestro calendario a ese ciclo.
Sin embargo, nos encontramos con un ligero inconveniente: no en todas las partes del planeta el clima y las estaciones son como las nuestras. Así, un año escolar en Rusia empezaría allá por marzo, cuando el deshielo y la primavera sacan al país de su letargo invernal; en la India, el almanaque tendría que moverse al son del monzón; en las sabanas africanas, al de los períodos de lluvia; y en las zonas ecuatoriales, prácticamente daría igual empezar o terminar el año en uno u otro mes.
Esto que te cuento, Cipión, no es algo de mi invención o que yo haya descubierto. Es algo tan antiguo como la civilización humana. Es por eso que hace ya miles de años, cuando los primeros hombres comenzaron a preocuparse por medir el paso de los días, al mirar al cielo se dieron cuenta de una serie de circunstancias que se repetían de forma sistemática, sin cambios, sin variaciones relacionadas con el clima: los ciclos astronómicos eran sus mejores relojes. El día y la noche, las fases de la luna o las del sol dependen de los movimientos de rotación y traslación de nuestro planeta y de nuestro satélite, no fluctúan según nos encontremos en un lugar u otro de la Tierra. Aparecieron entonces los primeros calendarios lunares y solares como algo lógico, natural, y posteriormente se fueron adornando las fechas más significadas con hechos mitológicos y religiosos para darles una relevancia aún más divina y sobrenatural.
Por tanto, veo más natural el año que conocemos desde hace siglos, el que empieza en enero y termina en diciembre, el que fija el solsticio de invierno del hemisferio norte como punto de partida, el día más corto del año, aquél en que el sol invicto triunfa sobre la noche dando lugar a milenarias conmemoraciones como nuestra Navidad. Un año astronómico que también podemos ver reflejado en nuestra cultura en acontecimientos como la Semana Santa, justo en el equinoccio de primavera, o las hogueras de San Juan en el solsticio de verano, celebraciones que, con otros nombres, se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad en multitud de culturas para conmemorar hechos destacados en los cielos y que han formado nuestro calendario, nuestro año “natural”.
Fíjate, Cipión, si comenzar el año con el solsticio de invierno es algo tan asentado en nuestra sociedad que hasta la Asociación El coloquio de los perros se creó un 23 de diciembre.
Amigo Cipión, entiendo tu inclinación por considerar más práctico el que tú llamas año escolar; yo lo llamaría estacional, puesto que en nuestra piel de toro ibérica el período que va de un septiembre a otro se adapta perfectamente a las variaciones climatológicas, al fin del verano y el comienzo de un nuevo otoño. Tan marcado es este devenir de estaciones que nuestra misma sociedad acompasa sus ritmos a él y hasta llegamos a pensar que sería más “natural” ajustar nuestro calendario a ese ciclo.
Sin embargo, nos encontramos con un ligero inconveniente: no en todas las partes del planeta el clima y las estaciones son como las nuestras. Así, un año escolar en Rusia empezaría allá por marzo, cuando el deshielo y la primavera sacan al país de su letargo invernal; en la India, el almanaque tendría que moverse al son del monzón; en las sabanas africanas, al de los períodos de lluvia; y en las zonas ecuatoriales, prácticamente daría igual empezar o terminar el año en uno u otro mes.
Esto que te cuento, Cipión, no es algo de mi invención o que yo haya descubierto. Es algo tan antiguo como la civilización humana. Es por eso que hace ya miles de años, cuando los primeros hombres comenzaron a preocuparse por medir el paso de los días, al mirar al cielo se dieron cuenta de una serie de circunstancias que se repetían de forma sistemática, sin cambios, sin variaciones relacionadas con el clima: los ciclos astronómicos eran sus mejores relojes. El día y la noche, las fases de la luna o las del sol dependen de los movimientos de rotación y traslación de nuestro planeta y de nuestro satélite, no fluctúan según nos encontremos en un lugar u otro de la Tierra. Aparecieron entonces los primeros calendarios lunares y solares como algo lógico, natural, y posteriormente se fueron adornando las fechas más significadas con hechos mitológicos y religiosos para darles una relevancia aún más divina y sobrenatural.
Por tanto, veo más natural el año que conocemos desde hace siglos, el que empieza en enero y termina en diciembre, el que fija el solsticio de invierno del hemisferio norte como punto de partida, el día más corto del año, aquél en que el sol invicto triunfa sobre la noche dando lugar a milenarias conmemoraciones como nuestra Navidad. Un año astronómico que también podemos ver reflejado en nuestra cultura en acontecimientos como la Semana Santa, justo en el equinoccio de primavera, o las hogueras de San Juan en el solsticio de verano, celebraciones que, con otros nombres, se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad en multitud de culturas para conmemorar hechos destacados en los cielos y que han formado nuestro calendario, nuestro año “natural”.
Fíjate, Cipión, si comenzar el año con el solsticio de invierno es algo tan asentado en nuestra sociedad que hasta la Asociación El coloquio de los perros se creó un 23 de diciembre.
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