DOMINGO 14 DE JULIO, MONTILLA – CÓRDOBA
A la una y media de la noche cogimos el tren que nos llevaba
hasta Córdoba, concretamente a la antigua estación de ferrocarril. Recuerdo que
cogimos dicho tren en la última vía junto a la valla que delimitaba las vías de
carga y descarga.
La entrada al tren que nos llevaba a nuestro primer enlace
ya fue, cómo no, espectacular. Teníamos literas, concretamente el
compartimiento contaba con seis, con lo que, mucha suerte debíamos tener para,
que viniendo el tren como venía de Algeciras, no nos hubiesen dejado las dos de
arriba.
Efectivamente, nos habían adjudicado las más altas. La
operación la hicimos sin luz, apenas podíamos ver las caras de nuestros vecinos
de mini barrancón andante.
A alguno de los dos, es decir a “el Pepe” o a mí, se le cayó
la cantimplora llena de agua en la cabeza de uno de aquellos que compartían
nuestro lecho durmiente. En ese momento, alguien encendió la tenue luz del
vagón y pudimos ver que viajábamos con cuatro moros. ¡“El Pepe”, yo y cuatro
moros más!, esa era la estampa.
Como pudimos, y ante los gestos de dolor de uno de ellos,
pedimos disculpas y nos dispusimos a descansar. Fue difícil, porque las risas
no nos dejaban y, por otro lado, un pellizco en el estómago me impedía dormir.
Me parecía mentira estar allí subido, dos meses antes ni me lo hubiese
imaginado, el nerviosismo era una mezcla entre susto e incertidumbre.
A las ocho y media de la mañana el revisor golpeó la puerta
del compartimento, al minuto irrumpía en él y nos invitaba a recoger las
literas para convertirlas en asientos. Como pudimos, y sobre todo con mucho
sueño, seguimos las instrucciones de aquel tipo. De pronto, nos vimos cara a
cara con aquellos magrebíes que cruzaban media Europa para poder ver a sus
familias. Recuerdo especialmente la cara de dos de ellos, Aboussawab y Saud.
Gestos, risas y algo “chapurreteao“ en francés fue suficiente para conectar con
aquellos dos chavales. No sé por qué razón nos inspiraron confianza. Tanta como
para pasarnos por el forro uno de nuestros mandamientos del viaje: NO DEJAR NUNCA
FUERA DEL ALCANCE DE LA VISTA Y A MENOS DE UN PAR DE METROS NUESTROS BÁRTULOS.
Era increíble, en apenas cinco o seis horas ya habíamos
vulnerado uno de nuestros mandamientos. ¿Qué nos podía suceder a lo largo de
veinte días por ahí “tiraos“? Las idas y venidas por el tren se multiplicaban.
Nos habíamos adaptado bien a este medio y eso era muy importante, sobre todo
teniendo en cuenta la cantidad de horas y kilómetros que aún nos restaban.
En la estación de Hendaya tuvimos tiempo para estirar las
piernas y pisar tierra firme, casi cinco horas en la mítica estación dieron
para cenar, pasear por los alrededores y para cambiar moneda. La cena ni que
decir tiene que se basaba en conservas desplazadas desde Montilla.
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