Hay mañanas en las que, como la de hoy, cuando me despierto
y enciendo el transistor “de toda la vida” con el primer desperezo sufro una
chaparrón de voces disonantes que, con un huero y maquillado lenguaje más falso
que los ojos de Espinete, llaman desde las ondas al ser anónimo, más o menos
subrepticiamente, o bien a la unidad nacional, o bien a la secesión de la
nación española, o bien a la disyuntiva del federalismo simétrico/asimétrico,
más otras lindezas de coherencia dadaísta y silogismos varios de taberna tales
como: “Todo ciudadano de Cataluña o es español o es catalán; es catalán, luego
no es español”. “Todo ciudadano del Reino de España o es español o es español;
es español, luego no “no es” español”. “Todo ciudadano de este país o es de
donde nace o es de donde pace; es de donde quiere, luego ya se verá de dónde
pudiera ser y si me conviene”. Y así, como gira la peonza y canta Sabina, nos
dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres…
Por lo que, intentando evitar quedar iluminado con tanto
mantra radiofónico que centrifugue mi idea de España, doy una patada amable a
la sábana, estiro las piernas, guiño al reloj y mi “horario biológico” me dicta
que aún no toca poner los pies sobre la tierra. Cierro los ojos lánguidamente
y…
Camino por tierras áridas, duras y agrietadas por la sed,
tremendamente solo, sin sombra. Siento una ligera templanza entre los dedos de
mis pies, cuando al bajar la mirada me veo descalzo con la naturalidad de un niño
a la orilla del mar. El horizonte se curva tan en exceso que no logro
descubrirlo, ni me interesa. O eso sospecho. No, no me creo, me he dejado
engañar, la verdad es que no camino, todo este tiempo he permanecido inmóvil de
hombros hacia abajo, al igual que un faro intentando deslumbrar una niebla tan
espesa como la duda. Sin resolver nada. Reconozco que estoy perdido en una
tierra que me arraiga. Una sombría sed sabor a tierra me sube por las piernas
hacia la garganta, hasta llegar a mi surcada lengua. Cuando, inesperadamente,
una fresca y ligera llovizna de nube ninguna acaricia mi cuerpo, haciendo, a su
vez, de la tierra seca vivo barro. Mis pies, casi quebrados, en él se
circunscriben y reafirman; mis ojos, esperanzados, voy cerrando plácidamente como
una flor de loto en la noche, sumergiéndome en lo más profundo de mi mismo,
mientras me interrogo: ¿qué es de España…?
De repente, una fanfarria electrónica me destroza los
tímpanos y bruscamente me rescata del sueño como si en él me estuviera
ahogando. Giro la cabeza hacia el maldito instrumento, apretando de un manotazo
todos los botones para asegurarme el acierto. Y, por cierto, me afirmo, “hay
que ver lo que cunden cinco minutillos, ¡uff!, vaya paranoia de sueño”.
Con todo este ajetreo matutino de despertar sobresaltado, no
me había dado cuenta que la radio seguía encendida, continuando su emisión
sonora como el prolongado discurrir del agua. Afino el oído, y ahí siguen con
que si “España se rompe”, “nosotros no somos España”, “la España de la transición”,
“en España sí, pero no”, “España frente a Europa”, “la historicidad de la
Comunidades Autónomas”, “nacionalismo de estado versus nacionalismos
periféricos”…¡¡Se acabó!!, y dibujando un tirabuzón con el dedo índice
enmudezco, de inmediato, a la multitud tertuliana. Esta gente, al igual que
muchos políticos, parece que cada mañana descubren el mundo; pero, en lugar de
buscar soluciones, interesa más abonar con estiércol la historia que se repite,
pues algún beneficio particular-partidista traerá el hurgar en la sentina de
este viejo rojigualdo navío embarrancado, que no hundido. Así, no es de
extrañar que con toda esta humana canallesca repartida por la piel de toro, lo
que a uno le venga en gana sea gritar aquello, tantas veces leído, de:
¡¡Santiago y cierra España!! Y ver surgir de entre las nubes
sobre un fondo azul, dominando a su albo y gallardo corcel, a nuestro Santiago
Matamoros repartiendo mandobles, a diestro y siniestro, contra tanto vil y
despreciable ser que usa a España como burda moneda de cambio.
¡¡Santiago y cierra, España!!
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