Yo, tú, él, ella, nosotros, vosotros y ellos fui, fuiste,
fue, fuimos, fuisteis, fueron a la parroquia aquel domingo por la mañana para
escuchar la misa. Por suerte, en la última fila de butacas había siete asientos
libres. El párroco empezó a entonar lo que parecía ser el salmo vigesimocuarto,
pero estaba tan alejado de mi, tu, su, nuestra, vuestra, su posición de ellos
que no era posible escuchar más que un lejano murmullo distorsionado por el eco
que rebotaba en las pulcras columnas enyesadas de la iglesia.
Cumplido el trámite de todo cristiano practicante que se
precie, yo, tú, él, ella, nosotros, vosotros y ellos caminé, caminaste, caminó,
caminamos, caminasteis, caminaron hasta la fuente del parque para beber un
trago de agua, la más fresca y limpia que jamás haya recorrido mi, tu, su,
nuestra, vuestra, su garganta de ellos. Hubo un ruido, el chasquido de una rama
sobre mi, tu, su, vuestra, su cabeza de ellos así que miré, miraste, miró,
miramos, mirasteis, miraron un pájaro que creí, creíste, creyó, creímos,
creísteis, creyeron que era una avutarda; que desde una rama lanzaba chorritos
blanquecinos de excremento peligrosamente cerca de un columpio.
Era uno de esos domingos primaverales, y pensé, pensaste,
pensó, pensamos, pensasteis, pensaron que sería una buena idea ir a dar una
vuelta en una de esos tándemes o bicicletas biplaza. Hacía poco que el
ayuntamiento las había puesto a disposición de los ciudadanos para fomentar el
uso del nuevo carril bici. Eran gratuitas así que no hubo objeción alguna por
mi, tu, su, nuestra, vuestra, su parte al plan propuesto. Al llegar a la altura
de un hombrecillo de bigote, el funcionario local que se encargaba del
servicio, éste me, te, le, nos, os, les reveló que sólo había tres tándemes
disponibles y que la organización por parejas era, en este caso, harto
necesaria.
“Vosotros”, dijo ella.
“Él”, dijimos nosotros.
“Tú”, dijeron ellos.
Así que aquí me quedé, sentado junto al hombrecillo del
bigote, viéndote, viéndole, viéndoos, viéndoles pasarlo bien.
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