Ahora que empiezo a escribir este artículo, me asaltan dudas
sobre el asunto que quería abordar. No sé cómo tejer los pensamientos que van
apareciendo en mi cabeza, últimamente aturdida, para hilar un texto coherente,
pero intentaré que mi reflexión se lea lo más clara posible. La actualidad
política nos ofrece una infinidad de posibles temas y, de hecho, la situación
de las universidades públicas es uno de esos que los avezados periodistas
llamarían candente. Pero no es mi intención dar cuenta de cómo afectan las
reformas, ajustes, medidas de austeridad y no sé qué otros eufemismos a las
universidades. Es mi reflexión personal la que quiero compartir sobre la
Universidad y la Educación con mayúsculas, la cual surge de mi yo más íntimo,
de mi vocación profesional.
Nuestros padres han querido para los hijos la formación al
más alto nivel que hayan podido procurarles, negándose a sí mismos demasiados
caprichos de los que nosotros sí hemos podido disfrutar; tratando de
facilitarnos una educación de calidad a la que seguramente muchos de ellos no
llegaron, si quiera, a tener acceso. Supongo que en ese instinto de lo que
llaman paternidad y maternidad está el allanar el camino de los hijos, por
ejemplo al mercado laboral, con el fin de garantizar su supervivencia cuando
los designios de la naturaleza dejen a los hijos sin sus progenitores. En eso,
como en otras muchas cosas, los padres son los primeros educadores de su
universidad doméstica.
Los que profesionalmente hemos elegido el privilegio de
educar para hacer de él nuestro trabajo, nos limitamos, en comparación, a
transmitir conocimientos, con frecuencia, mucho más intranscendentes e
irrelevantes que el saber que nos han legado nuestros padres. De hecho, la
Universidad nació con esa vocación, la de preparar para la vida; si bien, es
lógico que la vida en la Baja Edad Media era bien distinta de la vida para la
que hoy deben prepararse nuestros jóvenes. O quizá no tanto. En poco tiempo
veremos muy menguado el número de alumnos que frecuentan nuestras aulas; solo aquellos
a quienes el mecenazgo de su estirpe logre auparlos hasta la Universidad
conseguirán el éxito y el reconocimiento, primero social, luego económico.
Mucho ha cambiado, no obstante, la enseñanza universitaria,
para bien obviamente, desde la Baja Edad Media, si bien últimamente lo que veo
cada día en los pasillos, despachos, oficinas y demás otras dependencias
universitarias se va pareciendo peligrosamente a esa universidad por la que
tantos han luchado para que fuera pública y para todos. Ni Bolonia, ni el €€€$,
ni los ECTS (Estudia, Cabrón, Tú Solo). La Universidad de hoy se la debemos a
una extensísima comunidad de docentes que se ha dejado la piel en la
investigación, en la innovación docente, en su propia formación instrumental y
tecnológica a través de un calvario de evaluaciones externas, acreditaciones,
concursos de méritos, oposiciones, tramos docentes y de investigación, etc. Los
profesores universitarios (asociados, ayudantes y contratados doctores,
titulares y catedráticos) no solo han visto mermados sus sueldos, sino lo que
es más grave, han visto recortada su vocación de educar. Nos pasará factura,
eso no lo duden, y será entonces cuando recordemos que otra Universidad habría
sido posible.
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