Hace
mucho tiempo que aprendí que la historia siempre se repite. Un ejemplo, hace un
año también acepté el ofrecimiento de escribir un artículo para esta revista de
El Ladrío y, en aquella ocasión, se lo dediqué a la despedida del anterior
párroco de Santiago, ocurrida por aquellos días. Un año después, me piden un
nuevo texto justo cuando acaban de trasladar al cura Paco de la iglesia del
Barrio de las Casas Nuevas. Coincidencias de la vida. Tranquilos, me quedé
satisfecho de aquello y no repetiré guión.
Os
decía que la historia siempre se repite. Guerras, colonizaciones, vencedores,
vencidos… La batalla a nivel mundial que libramos contra el puto poder del
dinero nos lleva a posiciones de podredumbre intelectual difícil de sostener en
tiempos de bonanza. De las muchas guerras en las que estamos metidos hasta el
cuello, a la que más esfuerzo dedico cada día es a la contienda de los chinos.
Una “con-tienda” que por supuesto, a estas alturas, estará gestionada por
personal chino.
Yo
soy de esos capullos que niegan todo lo chino por encima de cualquier cosa.
Como hacían aquellos que siempre negaron el uso del teléfono móvil, pero hoy
los ves con su Smartphone vacilando en las fiestas. Leo las etiquetas, intento
eludir los productos made in China y busco el producto de aquí, lo local. No
siempre lo consigo, de hecho no tengo la menor duda que este teclado que ahora
martilleo con mis dedos destila sudor de algún joven chino.
En
esta barricada antichina, no faltan aquellos que dicen que el comercio con
China también puede ser favorable para nosotros, si sabemos venderles –o
colocarles- nuestros productos. El vino, por ejemplo. O el aceite de oliva. “Si
nos lo curramos, hacemos vino, vamos a China, les gusta, nos lo compran todo y
nos forramos”, suelen decir.
Hace
dos días tuve la oportunidad de hablar con el responsable de una cooperativa de
Montilla. Sacaba pecho de las ventas de su vino en China y dibujaba un futuro
con ilusión para el aceite montillano. Ante su discurso embaucador de respiro
económico, no encontré argumentos para frenar su alegría: producción, ventas,
rentabilidad, dinero para el socio… Perfecto, la línea de la felicidad en
versión samurái.
Diez
minutos después abandonaba la cooperativa con la sensación de haber hablado con
el jefe de aquella tribu americana que hacía negocios con los colonizadores
españoles tras los primeros viajes de Colón. Eran tiempos de negocio, los
indígenas del Potosí se forraban vendiendo los metales preciosos que su tierra
tenía –producción, ventas, rentabilidad…- hasta que a los colonizadores, hartos
de tanto indio, les pudo la avaricia. ¿Tendrán los chinos avaricia? ¿Caerán
sobre nosotros para aniquilarnos? Que San Juan de Ávila nos acoja en los
Jesuitas…
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