Las ligeras alas del tiempo, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


Hace ya algunos siglos que mi comadre la Cañizares nos advertía que la vida corre sobre las ligeras alas del tiempo. Si usted ha sido un lector fiel de esta revista probablemente habrán pasado veinte años desde que cayó en sus manos el primer número.

En estos veinte años se nos ha pasado ya el arroz para la mayoría de las cosas que valen la pena. Es una secuencia ineludible de la vida. El orden natural desde el principio de los tiempos. El tiempo está asociado en nuestra mente a un orden lineal y repetitivo. Después de enero sabemos que llegará febrero. A la primavera le sucederá el verano. Y todos sabemos que el tiempo avanza sin posibilidad de retroceder, ni siquiera detenerlo un momento. Y por eso tarde o temprano necesitamos gafas de cerca, el espejo nos devolverá una imagen canosa y la última copa nos acabará por destrozar el estómago durante días. Pero lo que molesta de ese avance del tiempo es leer las noticias y darte cuenta de que el mundo sigue más o menos igual que en 2001. Y casi peor, intuir que 2041 no será muy diferente. Y entonces, vemos que para algunas cosas, el tiempo parece no pasar. Todo vuelve.

Echemos un vistazo a algunas novelas de 2001. Expiación. Ian McEwan. Diferencias de clase, vidas truncadas por una guerra y el poder destructivo de una conciencia atormentada. Pues como que esto ha sido así de siempre. Las correcciones. Jonathan Franzen. Obsesiones, paranoias y relaciones disfuncionales en una familia de clase media. Me suena. Austerlitz. W.G. Sebald. La historia de un refugiado judío que se cría en casa de un predicador. Al descubrir su origen, acaba sintiéndose alienado, un extraño en todas partes. Vale, señor Austerlitz. Eso es la crisis de los cuarenta. Plataforma. M. Houellebecq. Explotación, turismo sexual y prostitución en Tailandia. Si no es Tailandia será un club de la carretera de Madrid, pero esto no se ha arreglado.

En el fondo, todo es un retorno de los temas de siempre. Nos pasamos la vida reescribiendo variaciones del mismo leitmotiv: nuestras obsesiones, virtudes y defectos de ser humano estándar. Ahora, como hace veinte años, somos muy parecidos a los homínidos primigenios. Ellos inventaban mitos y religiones para tratar de explicar el rayo, la tormenta o la enfermedad. Nosotros, ya sin religiones para explicar lo inexplicable, recurrimos a las redes sociales, los gurúes de filosofías de andar por casa o al último youtuber. Y como usted podrá deducir, con esos referentes ni nuestros ancestros ni nosotros somos capaces de entender el mundo que nos rodea.

¿Usted comprendió la Guerra de Afganistán? Empezó en 2001 y terminó en 2021 con la retirada de las tropas occidentales. Pero quizás comenzara en 1842 con la primera guerra anglo-afgana o con la invasión soviética de 1979. O será que las tribus de esas montañas han gustado de zurrarse de cuando en cuando. A saber.

¿Y el conflicto de Israel y Palestina? Allá por 2001 se desató la segunda intifada. Y ahí siguen los asentamientos israelíes mientras el mundo mira para otro lado y los radicales de la región se alzan con el poder. Y hablando de radicales, ¿acaso le parece que Donald Trump o Bolsonaro son unos gañanes? Bueno, cuando el séptimo presidente de los EE.UU., Andrew Jackson, un paleto genocida de pieles rojas, ganó las elecciones en 1828 montó tal fiestón que la Casa Blanca quedó casi destruida y él tuvo que huir de su propia fiesta saltando por una ventana. Ni Boris Johnson, oiga.

Así pues, a ti ─permíteme que después de veinte años te tutee─, amigo lector, que has leído estas páginas solo puedo decirte sobre el paso del tiempo lo mismo que el coronel Aureliano Buendía a su madre; Úrsula Iguarán. El coronel, tras largos años fuera de Macondo, se sorprendía de los cambios en su ciudad. Úrsula le preguntaba un tanto extrañada: “¿Qué esperabas? El tiempo pasa”. “Así es”, admitía Aureliano, “pero no tanto”.


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