Una de mis más íntimas señas de identidad es que no soy capaz de dejar una pregunta sin respuesta. Toda duda que me llega, o me planteo, debe tener una resolución. Muchas veces la tengo meridianamente clara, pero para otras debo usar todo mi escaso intelecto para poder contestarla. Por premura suelo decir lo primero que me parece lógico, pero con el paso de los minutos me cuestiono cómo he llegado a ella. Y es aquí donde me aparece una realidad mucho peor. Esa respuesta no era mía, me la han fabricado otros, las fuerzas fácticas que quieren que piense lo que más les interesa a ellos.
Desde siempre el poder, o los poderosos, han tenido claro que la uniformidad de pensamiento entre sus ciudadanos les beneficiaba sobre todas las cosas, para así convertirlos en vasallos dóciles y manejables. Al mismo tiempo que el ser humano descubrió lo embriagadora que es la capacidad de mando sobre el resto de sus semejantes, comenzó a desarrollar técnicas para mantenerlo. Por supuesto, la primera fue el miedo, o su más elaborada versión, el terror. Pero era costoso y contraproducente. Lo siguiente fue la manipulación. Y la mejor de todas, la combinación de ambas.
El mal uso del sentimiento religioso posiblemente fuera el primero, siendo hoy muy poderoso, de los resortes usados para mantener bien prietas las filas de los fieles y mantener acogotados a los desleales. Hasta el Siglo de las Luces fue el único, pero durante esta centuria apareció la religión laica, la política. Lo que aumentó exponencialmente la necesidad de mantener bien controlado el sentir de la masa. Había nuevos enemigos en el tablero y conocían las armas a usar. Mientras tanto, la sociedad a tragar lo que llegara del púlpito o lo que se leyera en la enciclopedia. Y así hasta nuestros días, la era de la información total.
Aunque parezca contradictorio, hoy somos más esclavos que nunca de las respuestas ajenas. En la actualidad tenemos a nuestro alcance, en nuestro bolsillo, no solo todo el saber humano, sino los caminos que se siguieron para llegar a él. Y, sin embargo, somos más permeables que nunca al pensamiento impuesto. Ante lo que parecía la derrota del poder, este ha conseguido hacernos más inútiles que nunca para el avance de la libertad individual en nuestra sociedad. Nos han convertido en imbéciles funcionales, creyentes de cualquier cosa que salga de los “nuestros”, tengan o no el poder. Si cuestionas, si dudas o si no te crees lo que lees, ves u oyes, eres purgado. Y mientras llega tu condena, el tsunami de las redes hace que te ahogues.
Para el poder solo hay un enemigo, el libre pensamiento. Que el individuo llegue a sus creencias por sí mismo. Que sea capaz de evolucionarlas según el discurrir de su vida. Que aprenda de lo nuevo y de lo viejo. Que sea capaz de desarrollar nuevas formas de entender lo que le rodea. El libre pensador es el mal. El que se hace preguntas y busca por sí mismo las respuestas es el cáncer que carcome el poder omnímodo.
Su principal arma para acallar al que ha conseguido romper sus cadenas es señalarlo, exponerlo y desprestigiarlo. Acabar con su vida social. Hereje, colaboracionista, ateo, rojo, facha, negacionista, liberal, feminista, machista, soba rosarios, “moromierda” son solo un pequeño ramillete de etiquetas a disposición de los poderosos y sus voceros para que no levantemos la voz.
¿Cuántas veces hemos expresado nuestras discrepancias en voz alta delante de nuestra tribu? No nos hagamos trampas al solitario y reconozcámoslo, pocas, demasiado pocas. Tenemos miedo a que nos señalen. A que el poder y sus acólitos nos detecten y ataquen. Hemos dejado de pensar por nosotros mismos por miedo, algo muy humano y comprensible. Hemos dejado de pensar por nosotros mismos para poder vivir en la sociedad que nos han construido.
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